Cuando soy extranjero en mi propio país: opinión personal de un español que ha regresado a España

Este artículo es muy extenso, así que tomenselo con calma. Además, está lleno de opiniones, valoraciones y experiencias personales, por lo que se puede afirmar sin reservas que se trata de contenido extremadamente subjetivo. El autor no tiene intención de polemizar ni ofender, sino tan sólo ofrecer su punto de vista sobre temas de difícil justificación científica del tipo: por qué somos como somos los españoles y por qué yo los veo como creo que son.

Llevaba un tiempo pensando en escribir este artículo y por fin he reunido la decisión y la valentía de hacerlo. No podía retrasarlo más porque es ahora o nunca cuando, recién llegado a España, uno disfruta de esa especie de don mágico que es poder ver y sentir a tu país como si fuera un país extranjero, no tu país natal. Un don que tiene una duración limitada porque a medida que pasan los días las cosas que al llegar te llaman la atención se van convirtiendo en parte de la rutina diaria y desaparecen de esa zona del cerebro reservada a las cuestiones extraordinarias. Estos días en los que he estado elaborándolo me he reprochado constantemente el no haberme puesto a escribirlo antes y el no haber tomado notas (como otras veces) nada más aterrizar para dejar constancia con más exactitud de todas esas cosas que a uno le sorprenden al volver a España tras una larga ausencia.

Así es, hace unas semanas regresé de Colombia, país donde he pasado casi dos años y del que escribí hace un tiempo un extenso artículo sobre las cosas que más me han asombrado durante mi estancia allí, una especie de lista a modo anecdótico sobre curiosidades, costumbres e idiosincrasias que viví y aprendí durante ese tiempo. Ahora, instalado en España de manera definitiva creo que es de justicia (y por la parte que me toca, de necesidad personal) hablar sobre las curiosidades que he encontrado a mi regreso. O debería decir: «que encuentro siempre cada vez que regreso a España», pues desde hace quince años no he hecho más que saltar de un país a otro y regresar a Madrid cada cierto tiempo. Esto, créanme, es un hecho ventajoso que me ha ayudado no sé si ha entender mejor a los españoles pero sí al menos a ver con ojos de extranjero cómo son. Como digo más arriba, es un fenómeno psicológico pasajero que personalmente considero de lo más interesante. Convertirse en extranjero en tu propia tierra puede resultar muy enriquecedor y digno de escribir un artículo, ¡qué digo!, incluso un libro entero. La gente que no viaja, por desgracia nunca podrá ver lo que los viajeros retornados y, por supuesto, los extranjeros que llegan a España ven y sienten al estar aquí; nunca podrán apreciar ese tipo de cosas que no se pueden percibir por vivir siempre rodeada de ellas y que la falta de perspectiva hace que parezca que no existan. Pero la verdad es que sí que existen.

Y es que lo primero que me impacta cada vez que regreso es la gente.

Los españoles

En general mi impresión es que son personas sencillas, naturales, pero también que se enfadan con facilidad, dados a criticar mucho y a actuar poco (cada vez menos, eso sí, véase el 15M, etc.) y a los que les cuesta una barbaridad despedirse de manera breve; además, se me antojan poco directos cuando existe alguna controversia, sobre todo cuando son clientes; también les gusta acostarse tarde y son poco competitivos en lo que respecta al modo de vida que llevan (lo que no entro a valorar si es bueno o malo), es decir, no tienen en general grandes aspiraciones, no les preocupa «ser mejor que el vecino», o sea, tener mejor coche que él, mejor trabajo, mejor casa, etc. Aunque he oído a menudo que en España la envidia es el deporte nacional, a mí no me lo parece tanto en la vida real. Es verdad que solemos criticar a muerte a Fernando Alonso por establecer su residencia habitual en Suiza, pero muchos otros famosos españoles también lo han hecho y no les hemos puesto de vuelta y media con semejante encono. Por otro lado, aparte de esa irascibilidad que comento siento que los españoles tendemos a ser rencorosos, sobre todo en cuestiones concernientes a la vida privada, porque las que conciernen a la vida pública parece que se nos olvidan enseguida, como las promesas electorales, las declaraciones polémicas de personajes públicos relevantes, etc. Las tradiciones como los toros, el fútbol, el partido político que siempre se vota, tienen una relevancia importante en la vida de los españoles, aunque quizá no tanto como la buena cocina, y es que en España gusta mucho el comer y beber bien, casi hasta el extremo de llegar al sibaritismo culinario. También he notado que solemos tratar a los personajes famosos con una cercanía y familiaridad inexistente en otros países, como si estas personas fueran amigas nuestras de toda la vida, piropeándolos y tuteándolos.

Mi impresión de que los españoles son sencillos y naturales viene dada por el hecho de que en general carecen de ese espíritu competitivo que menciono en el párrafo anterior. Y esta afirmación me gustaría explicarla con más detalles.

Hasta hace no muchos años España era un país relativamente aislado con respecto a la influencia exterior. Esto yo lo percibo por ejemplo en la misma lengua española, muy poco contaminada por extranjerismos, en concreto anglicismos, tan de moda en otras lenguas importantes como el francés y el alemán. Y hablando de modas, también me parece notar ahí cierto aislamiento. En Alemania he visto a menudo grupos de jóvenes raperos vestidos con pantalones y cazadoras enormes escuchando hip hop, y en Colombia, concretamente en Bogotá, me sorprendió ver a tantos chicos y chicas influenciados por la estética emo. Ahora me paseo por Madrid y por supuesto que veo de todo: raperos, emos, heavies, hippies, nerds, góticos, etc.,  pero no hasta los extremos de los dos países que he mencionado. O al menos no me parece que exista una tendencia única.

Ese aislamiento del que hablo ha hecho que los españoles vivieran en una especie de burbuja que los ha mantenido ajenos a las tendencias que en otros países se han instalado con relativa facilidad y rapidez. Creo que uno de los motivos de ese aislamiento tiene que ver por la tardía incorporación de España a los países receptores de flujos migratorios. Mientras que en Alemania, Inglaterra, Francia, Italia han contado con un flujo migratorio importante y muy activo desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad, generando una sociedad multirracial y multicultural, en España la entrada masiva de inmigrantes no viene de mucho tiempo atrás, yo diría que este fenómeno ha surgido como mucho hace tan sólo quince o veinte años. Esto se mide muy bien por el número de generaciones de extranjeros nacidos en el país de acogida. Mientras que en estos países europeos existen varias generaciones de inmigrantes, en España el número de segundas y terceras generaciones de extranjeros es mucho más bajo. Alemania tiene una comunidad de turcos y de ciudadanos de países del Este de Europa muy grande desde hace décadas, es decir segundas, terceras e incluso cuartas generaciones, personas que han nacido en Alemania pero que conservan el idioma materno de sus padres junto con ciertas costumbres propias de sus países de origen. En Francia ocurre lo mismo con los inmigrantes provenientes de las antiguas colonias de África y el sudeste asiático (Camboya, Laos, etc.) y en Italia otro tanto con personas de las antiguas colonias africanas de Somalia, Rumanía y de la región de la antigua Yugoslavia y Albania. Todos estos países europeos llevan recibiendo flujos migratorios desde hace más de cincuenta años, mientras que en España, por el contrario, esto es un fenómeno bastante nuevo. España fue de los últimos destinos europeos elegidos por los inmigrantes y quizá el motivo se deba a que por tradición España nunca les resultó atractiva hasta que a finales de los años 90 y principios de la primera década del 2000 se convirtió en el destino preferido. Los motivos de este hecho que me parecen más relevantes son por un lado el auge de la economía española (burbuja inmobiliaria mediante) que resultó en un efecto llamada sin precedentes. Y por otro lado su suave legislación en materia de extranjería. Unido a esto habría que considerar el endurecimiento de los requisitos de obtención de visado para entrar en los EE.UU., impedimentos adicionales que se implantaron tras el atentado de las Torres Gemelas y que también repercutió de forma negativa en la tradicional flexibilidad de Canadá para la acogida de inmigrantes, lo que hizo que el flujo migratorio principal de América Central y del Sur cambiara su destino habitual, como digo EE.UU. y Canadá, por España, que entonces comenzaba a dar una imagen similar al de una tierra prometida: economía creciente + paro moderado o contenido + mayores oportunidades de trabajo + facilidad de acceso al país = aumento de la inmigración = ruptura progresiva del aislamiento.

¿Pero qué tiene que ver el aislamiento con esa falta de espíritu competitivo? Para mí está claro. Una sociedad poco heterogénea y aislada donde se vive relativamente bien y sin carencias importantes se produce una tendencia hacia el conformismo, a estar de acuerdo con la situación en la que se vive, a acomodarse en la rutina diaria, a no mirar más allá del entorno próximo porque no hay ninguna necesidad de hacerlo. Los españoles hemos vivido durante los años ochenta y noventa épocas difíciles, es cierto, como el paro desbocado de 1994 con una tasa de desempleo del 24,1%. Pero en aquel entonces las crisis económicas y sociales se producían más por efectos de las sinergias internas que externas, como ocurre hoy en día en este país hiperglobalizado en el que la crisis de un país arrastra al resto. En cualquier caso, esos períodos de dificultad de los años ochenta y noventa fueron breves y por lo tanto de una repercusión no tan devastadora como la crisis actual, que recordemos comenzó en 2007. No fueron suficientemente graves como para generar la necesidad en la población española de «abandonar el barco» y marchar al extranjero en busca de una vida mejor.

Me gusta pensar que durante las últimas décadas España ha sido un país aislado no por propia voluntad, sino por circunstancias ajenas a él. Un país con las fronteras siempre abiertas pero que ningún extranjero quería traspasar para quedarse ni que ningún español sentía la necesidad de abandonar para buscarse una vida mejor porque no era necesario. Como he dicho, se vivía sin grandes lujos pero también sin ninguna carencia importante. Y para muestra un botón: nuestra Ley de extranjería es del año 2000 y la primera regularización masiva de extranjeros en estado de irregularidad, los «sin papeles», se llevó a cabo en 2001. Esto debería ser un dato más que llamativo e indicador de lo «tarde» que el gobierno español sintió la necesidad de legislar este fenómeno social y del «ritmo propio» que ha llevado España con respecto a los países más relevantes en cuestiones de recepción de inmigrantes de la Unión Europea.

Como digo, este aislamiento involuntario puede ser uno de los motivos por los que en la idiosincrasia española no se han introducido elementos del exterior. Por ejemplo, casi nadie de mi familia sabía hasta hace muy poco para qué servía en realidad un visado, desconocía por completo las dificultades que existen para conseguirlo y por tanto la enorme satisfacción que supone obtener uno para poder ir a trabajar a otro país. Cuando estaba en Colombia la mayoría de la gente que conocí no sólo estaba al corriente de este tipo de trámites, sino que todos sabían de alguien más o menos cercano que se había marchado al extranjero buscando una vida mejor. Es verdad que España vivió una época de emigración, pero eso ocurrió durante los años sesenta y setenta, cuando las economías de países europeos importantes como Francia, Alemania, Suiza, Holanda, demandaban una mano de obra que no podían satisfacer en sus propios países. Esa fiebre emigratoria española terminó y desde finales de los setenta hasta ahora en España no existía la necesidad de buscar una mejor vida fuera. Pero como digo, eso ocurrió hasta ahora. Porque desde hace unos tres o cuatro años, debido a la crisis mundial y a los alarmantes niveles de paro, en España se está dando otra vez este fenómeno. Los españoles se han vuelto a convertir poco a poco en emigrantes. Si no me creen, lean este, este, este o este artículo.

Tras mi paso por Colombia me he dado cuenta de que la sociedad española, probablemente debido a este aislamiento y quizá también a otros motivos sociológicos y culturales, suele tener un desconocimiento mayor sobre América Latina que los hispanoamericanos tienen de nosotros. En Bogotá oía a menudo que al referirse a España lo hacían llamándola «la madre patria» y muchas veces me sorprendía cuando me mencionaban eventos históricos, personajes famosos, fechas destacadas de la historia de España. Poco después me contaron que en la escuela se estudia la historia y la literatura españolas casi con la misma profundidad y diligencia con la que se estudia en España. Y me consta que esto ocurre en casi todos los países hispanohablantes de América Latina. Sobra decir que este fenómeno no es recíproco. En mi caso, recuerdo que en el colegio el profesor de Historia nos habló del Descubrimiento de América en unos pocos días y sobre el tema de la pérdida de las colonias se detuvo tan sólo los minutos finales de una clase. De la literatura hispanoamericana ni siquiera hubo ningún tipo de mención. Está claro entonces que los hispanoamericanos saben más de los españoles que los españoles de éstos y muchas veces por esa nuestra ignorancia, confundiendo un uruguayo por un argentino, un boliviano por un mexicano, etc., desconociendo los acontecimientos históricos de esa región en los que fuimos también protagonistas, lo que hacemos es quedar en evidencia de nuestra pobreza cultural y menospreciarlos.

Pero esa ignorancia sobre América Latina y sus pueblos con los que tenemos tantos lazos históricos y culturales no sólo se da a nivel de calle, entre la gente de a pie, sino que también se produce a otros niveles donde su existencia es aún más vergonzosa. Me refiero a la industria cultural española en general y a las casas editoriales en particular, que ven Hispanoamérica como un sector más de mercado, pero al que no tratan con el respeto que deberían.

Amigos compatriotas, españoles todos, déjenme que les haga una sencilla pregunta: ¿ustedes cómo se han sentido cuando en alguna ocasión, por ejemplo durante un viaje en avión, se han visto obligados a ver una película con doblaje hecho en América Latina? A que les ha resultado raro escuchar esas voces y esos dejes musicados y cadenciosos del español latino y esas palabras en desuso (para nosotros) o arcaicas o desconocidas, ¿Verdad que sí? Pues créanme que esta sensación es recíproca y que a los hispanohablantes les chirría también el doblaje de las películas en español castizo. Pero lo más grave, a mi entender, son las políticas lingüísticas de las editoriales españolas en lo referente a las traducciones de libros escritos en otras lenguas. Lo que hacen estas empresas es encargar una traducción a un profesional español y comercializar esa versión peninsular en todo el mundo hispanohablante, sin importarles que el lector argentino tenga que acomodarse a expresiones tan incómodas como «antes de que saliera por la puerta le cogió por el brazo» o el lector colombiano a expresiones del tipo «el niño, con la cara pegada al cristal, se quedó mirando la bandeja de los bollos», por no mencionar todas aquellas palabras propias del español de España que no existen en los demás países hispanohablantes (localismos, regionalismos, argots, etc.) y que por lo tanto no se entienden. Me consta también que se han hecho aberraciones lingüísticas que deberían ser denunciadas a la Corte Penal Internacional, como la corrección (no adaptación) innecesaria de palabras o expresiones en traducciones realizadas por profesionales hispanoamericanos para su distribución en España. Repito: correcciones innecesarias de expresiones que aunque no son habituales en España se entienden a la perfección, algo bien distinto a realizar un trabajo de adaptación (o como suele llamarse ahora, localización) para el país de destino. Como traductor, soy muy sensible a estas cuestiones y me parece muy injusto que las editoriales españolas carezcan de la empatía necesaria y actúen de forma tan zafia y dictatorial con estas políticas lingüísticas.

Cada vez que regreso a España lo que no deja nunca de sorprenderme es la rapidez, el volumen y el temperamento con el que hablamos. Porque hablamos muy rápido, como si el interlocutor tuviera siempre prisa o no tuviera nunca tiempo de atendernos o como si nosotros no tuviéramos el tiempo necesario para contarlo todo si no fuera hablando a toda velocidad. Esto siempre me ha llamado la atención nada más llegar a España y nunca he conseguido averiguar un motivo que me satisficiera: somos así, es una cuestión cultural, hablamos rápido y punto. Porque en los demás países hispanohablantes, a excepción quizá de algunos países caribeños donde tienen fama de hablar rápido también, la velocidad a la hora de hablar es mucho más cadenciosa. Sin embargo, estoy convencido de que hablar rápido implica una serie de desventajas de las que no son conscientes los españoles:

  1. Es más difícil organizar el discurso y muchas veces éste suele resultar caótico.
  2. Es más fácil olvidarse algo de lo que queremos hablar, de matizar con detalles, porque nos concentramos en decirlo todo en el menor tiempo posible.
  3. La persona que habla muy rápido suele interrumpirse en el discurso, y trabarse y corregirse con más frecuencia que aquél que habla más despacio.
  4. Cuando varias personas hablan rápido es difícil no dejarse contagiar y no terminar hablando rápido uno también.

En todos los países en los que he vivido estos últimos quince años, en Alemania, Italia, Canadá y Colombia, en todos ellos sin excepción, la cadencia del discurso del hablante es mucho más lenta que la del español. Recuerdo que al principio de mis viajes, mis amigos alemanes me aseguraban que los españoles hablábamos muy rápido y a mí me resultaba muy curiosa su observación. Es más, no me la creía. Estaba convencido de que tenían una apreciación equivocada. Pues bien, ahora, después de tres lustros en el extranjero y de observar a España como un foráneo, les doy toda la razón. De entre todos los países en los que he estado, si acaso ha sido en Italia donde me ha parecido que la gente hablaba a un ritmo ideal y donde me ha resultado difícil ver que el interlocutor se trabara o se interrumpiera al hablar. Estoy convencido de que esto se debe al ritmo en el que hablan los italianos. En Colombia también se habla mucho más despacio que en España y es difícil ver a alguien trabarse en el discurso o «corregirse» con muletillas del tipo «no, osea…», «lo que quiero decir es que…», «vamos, que me refiero a que…» porque se le han agolpado tantas ideas a la vez que el resultado es caótico.

Cuando después de muchos meses en el extranjero llego a España siento como si tuviera que acelerar las revoluciones del centro del habla del cerebro para situarme al mismo ritmo que los demás compatriotas. Es algo que al principio me cuesta, pero que pasados unos días consigo ya sin apenas esfuerzo. En lo que todavía no he conseguido «integrarme» es en emplear el volumen y el temperamento españoles. Es decir, en hablar alto y con tono firme, como encrespado. Y es que los españoles muchas veces hablamos como si estuviéramos enfadados, algo que hacemos tanto con gente que conocemos como con desconocidos, lo que me sorprende aún más.

Hace no mucho, el día después de mi último regreso a España fui a una ferretería a comprar un convertidor de corriente para un aparato eléctrico que mi pareja había adquirido en Toronto y este fue más o menos el diálogo que tuvo lugar:

—Buenos días. Necesito un convertidor de corriente de 110 a 220 voltios.

—Vamos a ver —responde la ferretera frunciendo el ceño—, ¿y para qué aparato es? Porque habrá que saber para qué aparato es, ¿no?, digo yo. Porque yo tengo varios por aquí… —se pone a buscar—, pero puede depender del aparato, ¿eh?

Me aclaro la voz, algo desconcertado, porque el tono de enfado de la mujer me ha pillado por sorpresa.

—Es para un alisador de pelo que he comprado en Canadá.

—¡Ah, bueno! Para un alisador de pelo… Pues, no sé. Habría que ver las especificaciones del aparato, ¿eh? Porque yo te lo vendo, lo pones en tu casa y luego te rompe el alisador y vienes aquí a devolvérmelo.

Ante semejante cháchara crispada, le dije que se olvidara del convertidor y le pedí otras cosas que necesitaba comprar, sin evitar que al salir de la ferretería me embargara una sensación algo violenta, como la que le queda a uno tras una acalorada discusión.

Cuando lo pienso, esta escena típica pero real me ha ocurrido muchísimas veces en España. Lo que la hace especial es que me ocurrió el día después de llegar a España tras pasar mucho tiempo en Colombia, donde los vendedores desprenden una cortesía especial con los clientes. Es decir, venía «mal acostumbrado» y «fuera de forma» para enfrentarme al vendedor español, que suele ser de todo menos cortés y solícito; y de ser algo, es todo lo contrario, más bien malgeniado y perdonavidas con un estúpido sentido de la superioridad que nunca entenderé.

Sin llegar al nivel de desaprobación de Arturo Pérez Reverte, a mí también me desagrada la forma tan tosca que tenemos los españoles de hablar y de abordarnos unos a otros. Porque, de verdad, somos muy mal hablados y si no me creen, lean este interesante artículo, o este otro, o este, que se lo corrobora. O si siguen reacios a creérselo, pregunten a algún extranjero a ver qué responde. Lo curioso es que todo lo que tenemos de maleducados lo tenemos de comedidos y apocados cuando el español es cliente. Pero este concepto lo voy a explicar un poco más adelante.

Un ejemplo de tosquedad es el que he reproducido con la escena de la ferretería. Sin embargo, esa buena señora ferretera también fue maleducada porque ni me dio los buenos días al entrar ni me dijo adiós al salir ni con su «vamos a ver» pareció estar contenta de tener un nuevo cliente en su tienda. No me malinterpreten, yo puedo vivir sin estas fórmulas de cortesía, tan fino no soy, lo que no puedo evitar es sorprenderme de que seamos nosotros así mientras que en el resto de países sean todo lo contrario, al menos, repito, en los países en los que yo he vivido (y por experiencias de amigos y conocidos me consta que se es más amable en muchos más países de los que yo conozco). Por ejemplo, en Colombia el trato al cliente diría que es excelente, quizá demasiado edulcorado. Los vendedores, cuando pasas por delante de su comercio, te abordan con frases del tipo «¡Adelante, siga!» o bien «¡A la orden!, ¿qué necesita?», y la gente en general es muy cortés. Aún me acuerdo la primera vez que yendo en el ascensor del edificio donde vivía en Bogotá, los vecinos que se quedaban en pisos antes del mío decían al salir: «con permiso», que es la misma fórmula de cortesía que allí se emplea cuando entras en la casa de alguien.

No obstante, ocurre un fenómeno llamativo. Y es que, como decía antes, cuando el español se convierte en cliente muestra toda su timidez y apocamiento, y mete no sé dónde ese temperamento que tantas veces saca a relucir en otras ocasiones y que tan molesto me resulta. Un buen ejemplo de ello ocurre en la hostelería. Con los años y durante mis regresos a España he venido comprobando cómo el sector de la hostelería ha ido reduciendo la calidad del servicio (mientras que a la vez ha ido aumentando los precios, aprovechando entre otras cosas la entrada del euro), ofreciendo peor calidad de alimentos (¿dónde está la salsa picante casera de las patatas bravas de toda la vida? Ahora es de bote y no pica nada), reduciendo el tamaño de las raciones, de las botellas de refrescos, de las tazas de café. Pero hay algo que no ha cambiado en todo ese tiempo y es el trato al cliente. Yo sé (porque no he nacido ayer) que de toda la vida la «cultura del bar» participa de cierto deje de spaghetti western. Es decir, los bares son centros de reunión de tipos duros, donde uno no puede decir ni por asomo: «Buenos días. Por favor, ¿podría ponerme un café con leche?» porque se te ríen en la cara. Allí uno entra y grita: «¡Eh, chico! ¡Ponme uno con leche!». Y no sé si es debido a ese ambiente de machos alfa en el que se mueven los camareros y en el que no pueden mostrar un resquicio de persona civilizada y educada porque se reirían de ellos o a la mierda que les pagan o a las dos cosas a la vez que por lo general no soporto su forma de tratar a la clientela. Los camareros son los reyes del mambo y la terraza o las mesas del bar son su reino. Y el cliente español es un mero súbdito que por supuesto se va a tragar sin rechistar la mierda de croquetas revenidas que le pongan.

Recuerdo con nostalgia un día en un chuzo de playa de la costa alicantina en el que estaba con varios amigos y cómo nos pusimos todos porque yo me quejé al camarero (sobra decir que con educación) porque las patatas fritas que me había servido en el plato combinado estaban negras, no sé si porque el aceite que habían usado para freírlas provenía del paleolítico inferior o porque se les habían quemado. El camarero me miró con cara de extrañeza, como intentando entender el idioma en el que le estaba explicando que me las cambiara y al final, no sin cierto gesto molesto, se llevó el plato. Mis amigos me increparon que «ya me valía», «que tampoco era para tanto», «que vaya exagerado». El camarero regresó con las patatas nuevas, que estaban ligeramente, pero sólo ligeramente más doradas (o sea que el problema estaba en que el aceite era del paleolítico inferior), así que volví a llamar al camarero y a decirle que me cambiara de nuevo las patatas. Me miró con cara de odio, dijo algo que no quiero recordar y se las llevó. Regresó al rato con otras patatas recién fritas (estaban muy calientes) y bastante renegridas, no tanto como las anteriores, pero lo suficiente como para mantener un aspecto desagradable. Aquel día pagué un plato completo y dejé la mitad. Pero no sé si me sorprendió más la reacción del camarero o la de mis amigos, que pretendían quitar hierro al asunto. Tiempo antes a lo ocurrido en el chuzo de la costa alicantina estaba yo almorzando en un restaurante modesto de la ciudad de Würzuburg, Alemania. Cuando me llegó el Wiener Schnitzel (escalope a la vienesa) y probé una de las patatas fritas (siempre las patatas, oyes) me di cuenta de que estaban poco fritas, vamos, estaban medio crudas. Llamé a la camarera y le expliqué el problema. Ella puso cara de preocupación, se disculpó, cogió el plato y al rato me lo trajo con las patatas recién hechas y perfectas. Ah, y por supuesto, me pidió disculpas nuevamente.

Y es que cuando el español se convierte en cliente se produce una transformación y el sentido de la dignidad, de exigir lo justo, de solicitar el servicio o el producto por el que se está pagando suelen esfumarse como por arte de magia. El cliente español es manso, apocado y maleable, se lo traga todo sin rechistar y sin poner ningún inconveniente. Y eso, amigos míos, los vendedores lo saben y se aprovechan de ello. Mi queja en este sentido va encaminada a que toda esa mala leche que nos gastamos los españoles no la solemos aplicar en aquellas situaciones en las que se trata de reivindicar nuestros derechos.

Pero voy a ir terminando este apartado, que se me está alargando más de lo que esperaba. Voy a cerrar esta parte mencionando un aspecto de la idiosincrasia española que me gusta. Y es que somos una sociedad en la que por lo general no prevalecen ciertos valores exclusivistas ni prejuzgamos a la ligera a los demás. Somos poco o nada clasistas. Por ejemplo, para la mayoría de los españoles la universidad donde uno ha estudiado no es ningún indicativo del estatus social ni económico de esa persona, como sí ocurre en el Colombia o en Japón. En este sentido los españoles solemos ser bastante neutrales y esas características de una persona no nos suelen importar ni las solemos traducir en aspectos clasificadores. En Colombia, si uno dice que ha estudiado en la Universidad de los Andes inspira respeto y rezuma cierto estatus, mientras que si dice que estudió en la Universidad Libre hace que la gente te mire con otros ojos y que piense que provienes de un estrato social bajo. Lo mismo si en Canadá uno dice que cursó su carrera en la McGill University o en Japón en la Universidad de Tokyo.

El horario español

Cuando uno nace en un país como España en el que se come a las tres de la tarde y se cena a las diez de la noche y no se va a dormir antes de las doce, donde se entra a trabajar a las nueve o diez de la mañana, se para a las dos de la tarde para comer y se vuelve a trabajar a las cuatro o cinco para salir a las siete u ocho de la noche, uno está convencido de que el resto del mundo se mueve según este horario, cuando en realidad debemos ser el único país que tiene semejante organización temporal.

He investigado un poco los orígenes de semejante particularidad y parece ser que este horario no viene de mucho tiempo atrás, sino que surgió durante la posguerra debido a que la mayoría de la gente, para poder subsistir, tenía que realizar dos trabajos. El primer trabajo, de jornada completa (por ejemplo de 6 de la mañana a 2 de la tarde) provocaba que la hora del almuerzo se retrasara hasta las tres para poder luego continuar en el segundo trabajo, de media jornada (de 16 a 20 h). ¿Y por qué ahora no se cambia este horario tan extravagante si las circunstancias que lo provocaron ya no existen? Yo creo que porque es muy difícil deshacer una costumbre tan arraigada a la que tampoco ayuda la distribución horaria que tienen las televisiones. Porque por lo general, los telediarios suelen retransmitirse a las 15 h y a las 21 h, es decir, a la hora actual de comer o de cenar. No sé si cambiar el horario español a través de una ley sería aconsejable, pero de lo que no hay duda es que nuestro horario es absurdo y de todo menos productivo, por no decir que irreconciliable con una vida privada y laboral adecuada.

La televisión

Pero la televisión también es absurda en España. Somos el único país del mundo cuyo prime time se sitúa entre las 22 y las 00 horas. Ni conozco de entre todos los países en que he vivido uno que tenga tantos programas del corazón. Ojo, no digo basura, porque ahí sí creo que nos ganan en Italia con los aburridos tv magazines y sus belline (mujeres florero) que aparecen sin cesar en los canales de Berlusconi.

Yo llevo años sin ver la televisión de forma regular. En el piso donde viví por última vez en Colombia resulta que por circunstancias desconocidas al conectar el televisor descubrí que podía ver canales de pago. Pero lo que en un principio me llegó a alegrar, en seguida me dejó indiferente. Las películas eran malas, las series peores y lo más bajo eran los realities en canales en principio serios, como Discovery Channel o National Geographic. ¡Dios mío, qué programas tan bochornosos! ¿¡Y la gente paga para ver bostas como Preparados para el fin del mundo, Coleccionistas de chatarra, El código Vaticano, Los indestructibles, Los cazadores de mitos, Aficionados a las armas, Destruido en segundos!?

Pero me vuelvo a desviar del tema. Y el tema es la televisión en España. Lo que a mí me parece insoportable no son tanto los programas basura ni los del corazón (acaso son lo mismo) que pueblan las parrillas de todas las cadenas, sino los programas de debate. Sí, los que no puedo digerir son los programas de debate ni los espacios reservados a debate de programas de actualidad, ya sean sobre temas políticos o de cualquier otra índole. Y es que me resulta exasperante la tendencia de los contertulios a interrumpirse y a hablar a gritos. Hagan la prueba. Pongan un programa de debate y esperen a ver el gallinero que se forma. Pues este hábito, señores, da una imagen lamentable de nosotros frente a los extranjeros que tienen la mala suerte de encontrarse con semejantes programas mientras hacen zapping. Yo diría que es casi una costumbre establecida a nivel nacional eso de interrumpirse unos a otros y de chillarse durante una conversación para hacerse oír. Lo peor es que desde la televisión se fomente esta práctica. En concreto a mí me crispa que me interrumpan cuando hablo, quizá porque me he «malacostumbrado» durante mi larga estancia en el extranjero, pues si hago memoria me consta que yo también solía interrumpir a mi interlocutor y hablar a gritos en el círculo de amigos para contar el chiste más gracioso o la anécdota más interesante o sólo porque era incapaz de esperar a que el otro acabara para decir lo que quería.

El sistema de transporte

En mi humilde opinión me parece que España tiene un sistema de transporte excelente. Las comunicaciones y las posibilidades de viajar a casi todos lugares del país con la red de carreteras o el transporte público es algo de lo que siempre me acordaba cuando en Alemania tenía que esperar una eternidad para que pasara el bus que me debía dejar en el pueblo de al lado, a tan sólo 5 kilómetros, un bus que a partir de las cinco de la tarde pasaba por última vez. O en Italia tener que pagar un pastón para desplazarme en tren más o menos la misma distancia porque no había líneas de bus que hicieran esa ruta. Lo mismo en Canadá.

En España existe una red de trenes llamados de cercanías que funcionan muy bien, tienen amplios horarios y una frecuencia de paso más que aceptable. Lo mismo ocurre con las líneas de autobús, que te pueden llevar a casi cualquier lado. Pero una de las mayores ventajas, que poco a poco está desapareciendo por intercesión política, es el precio del billete. En España es, o debería decir, era, barato viajar en transporte público. Porque en los últimos años los precios del transporte han subido de forma considerable. Por ejemplo, el abono mensual B1 para la ciudad de Madrid y con el que se puede viajar en todos los medios de transporte públicos dentro de un radio de 40 km cuesta a día de hoy 55,50 €, mientras que el abono mensual para la ciudad de Toronto cuesta 121 dólares canadienses, que al cambio son unos 89 €. Ahora miren el mapa del metro de Madrid y compárenlo con el de Toronto. En cualquier caso, si lo comparamos con sistemas de transporte de otros países, el nuestro sigue siendo más barato en términos absolutos y en ocasiones más desarrollado, algo de lo que deberíamos congratularnos.

El sistema educativo

De lo que no deberíamos estar tan orgullosos es del sistema educativo. No es que sea un sistema malo, que no lo es, es que el nivel que exige el sistema es muy bajo. En pocas palabras: una cosa es que el sistema funcione bien y otra es que sea bueno. En España la educación por antonomasia es la del sistema público de enseñanza. Es un sistema que como tal funciona muy bien. Los colegios públicos están diseminados por todo el país y salvo algunas dificultades de matriculación en algunas zonas debido al aumento de la población en general y la inmigrante en particular (la cual tiene reservada por ley unas pocas plazas) la educación pública es más que solvente y ofrece la oportunidad de estudiar a todo el mundo sin considerar su condición social o nivel económico.

Ahora bien, no quiero decir con esto que el nivel educativo sea óptimo. Sin menospreciar la labor de los profesores a los que, junto con el colectivo de médicos, admiro en gran medida por la labor social que realizan y que tan poco se les reconoce, me parece que el nivel de la educación (primaria, media y superior) en España es muy bajo. Esto, además, no les compete a los profesores, quienes se limitan a dar los programas educativos que les imponen desde el Ministerio de Educación. Así que no es culpa del profesorado que el nivel educativo en España sea muy bajo. Yo he estudiado en Alemania e Italia y en ambos países el nivel es mucho mayor al de España. Tanto en la universidad alemana como en la italiana los profesores dan sólo una parte de la asignatura, debiendo preparar por su cuenta el alumno el resto de la materia. Por ejemplo, en Italia estudié, entre otras, la asignatura de Literatura italiana desde los orígenes hasta el Cinquecento y el profesor tan sólo nos habló en clase de Francesco Petrarca y su obra. Esto es como decir que nos enseñó un 1% del contenido de la asignatura. El resto tuve que estudiarlo por mi cuenta a base de leer libros y de asistir a seminarios, de nuevo, especializados en temas muy concretos. Siguiendo con Italia, los niños van al colegio de lunes a sábado y es muy difícil conocer a un italiano que no se sepa de memoria muchos de los versos iniciales de la Divina Comedia de Dante. Esto no hace mejor su sistema educativo. En Italia y en Alemania el nivel es superior al de España porque el listón, el nivel de exigencia es más alto. Los exámenes suelen ser orales y se le exige al alumno que demuestre que sabe de verdad sobre la asignatura. Unas asignaturas que abarcan miles de páginas de bibliografía y que sólo son, además, la punta del iceberg, porque durante el examen los profesores no sólo preguntan cuestiones generales del tipo ¿cuáles son las características principales del dolce stil novo?, sino que exigen al alumno que se exprese con corrección, dé nombres, fechas, relacione conceptos y analice aspectos científicos. En Italia, además, por ley los exámenes son públicos y la asistencia está permitida a todo aquel que quiera presenciarlos, algo que aterroriza al estudiante novato pero que a la larga resulta muy beneficioso porque ayuda a perder el miedo escénico de hablar en público, lo que se agradece, por ejemplo, para las entrevistas de trabajo.

Otro argumento por el que afirmo que en España el nivel es bajo es porque en el sistema educativo se daban condiciones impensables en otros países. Por ejemplo, hasta hace un año los estudiantes españoles de Derecho podían ejercer nada más terminar la carrera, sin necesidad de realizar prácticas ni de hacer una tesina de fin de carrera ni de aprobar un examen de reválida. Terminada la carrera uno podía colegiarse y desde ese momento ya podía atender un juicio. En Italia, Alemania y en la mayoría de los países que conozco eso es imposible. Uno de mis amigos italianos, estudiante de Derecho, pasó los dos últimos años de carrera haciendo prácticas en un despacho de abogados. Cuando estaba escribiendo la tesina final de carrera (algo no obligatorio en España hasta la reforma) dormía escasas cinco horas al día y me aseguraba que en el examen final le podían pedir que reprodujera de memoria cualquier artículo del Código Civil. Eso es a lo que me refiero con poner el listón alto. Es cierto que ahora en España para poder ejercer como abogado hay que pasar una reválida, pero como digo, esto se debe a un cambio muy reciente que además viene provocado por la implantación del Plan Bolonia. O sea, que viene impuesto de manera externa.

Seguridad

España es uno de los países de Europa más seguros. Uno puede por lo general pasearse con cierta tranquilidad a cualquier hora del día y de la noche por cualquier lugar. Esto no quiere decir que no haya que estar siempre alerta por lo que pueda pasar. En el metro y en los lugares muy turísticos, como en Madrid la Plaza de Sol, Gran Vía, la Plaza España, el Paseo del Prado, Atocha, etc. hay que ir con cuidado para que no le metan mano a uno a la cartera. Porque en Madrid (y en otras ciudades grandes como Barcelona), aunque no haya unos índices de criminalidad altos ni de carácter peligroso (asaltos o robos a mano armada, asesinatos, secuestros etc.) sí que está poblado de carteristas, personas muy hábiles que son capaces de robar la cartera o el móvil sin que la víctima se dé cuenta.

Además, la amenaza terrorista parece que está en sus horas más bajas con la detención de numerosos presuntos terroristas, el descubrimiento de zulos con material para atentar y la reciente declaración de la banda terrorista ETA de cesar de forma definitiva la actividad armada. Aunque hay que tomarse todo esto con la precaución debida, la sensación que tengo al estar en España es de cierta seguridad.

Dejando el tema del terrorismo a un lado, en Madrid me han robado dos veces y lo han intentado otras dos. La primera vez fue en una cafetería de la Calle Arenal. Estaba yo en una cafetería sentado en una mesa colocada en una esquina del local, es decir, a mi espalda y a mi mano derecha tenía la pared y enfrente se sentaba un amigo. Estábamos hablando de nuestras cosas cuando de repente se acercó un chico joven con aire despistado y se agachó como si se estuviera atando los cordones de un zapato. No le hicimos mayor caso y seguimos conversaldo. Entonces cuando me quise dar cuenta, el tipo había abierto mi mochila, la cual tenía a mi lado izquierdo en el suelo, y había metido la mano dentro, rebuscando. Salté de mi silla y le empujé para que soltara mi mochila. El chico me miró como si estuviera drogado, le costaba hablar pero se disculpó y se dirigió a la salida. Yo seguí increpándole hasta que salió del local. Cuando regresé a la mesa me senté y me quedé un rato pensativo, conversé algo con mi amigo sobre lo que había ocurrido y entonces cogí la mochila. El walkman había desaparecido (sí, fue hace un tiempo ya de esto). Me dirigí corriendo hacia la salida, pero el ladrón se había esfumado.

La segunda vez que me robaron fue, ¡atención!… en el Monasterio de El Escorial. Teníamos intención de visitarlo unos amigos alemanes y yo, así que nos dirigimos a consigna para dejar nuestras mochilas, pues habíamos llevado nuestro almuerzo en forma de bocadillos y no nos dejaban entrar con ellas a la espalda. En consigna nos atendió una mujer que nunca olvidaré. Estaba sentada detrás de un mostrador alto y leía con descaro una revista del corazón. Cuando le dijimos que veníamos en grupo y que queríamos dejar nuestras cosas ella nos señaló una especie de cesta grande sin ningún tipo tapa o cierre que se encontraba en el lado del publico, es decir, frente al mostrador y por tanto accesible a cualquier persona. Mis amigos alemanes empezaron a meter ahí sus mochilas, pero yo me acerqué de nuevo a la empleada y le pregunté con buenas maneras si aquello era seguro, si no tenía otra cesta en el interior de la sala, detrás del mostrador. Ella soltó la revista del corazón con gesto asqueado y me respondió que por supuesto la cesta que me había ofrecido era segura, que para eso estaba ella ahí, que si yo insinuaba que ella no sabía hacer su trabajo. Le dije que no dudaba de su diligencia y buen hacer pero le insistí en que no me parecía seguro tener la cesta fuera a la vista y acceso de todo el que entrara en la sala de consigna. Ella cerró la conversación con una frase demoledora: «pues esto es lo que hay, si no te gusta ya sabes dónde está la puerta». Como no quería defraudar a mis amigos accedí, cabreado, a dejar mi mochila en aquella cesta y entramos al Monasterio. Tras la visita volvimos a la sala de consigna a recoger nuestras cosas, pero mi mochila no estaba. Todos mis amigos recogieron la suya pero la mía se había esfumado. La mujer seguía en su puesto leyendo tranquila la revista del corazón. Me acerqué a ella y le dije que mi mochila había desaparecido. Ella levantó la mirada hasta mí y preguntó si yo estaba seguro de que la había dejado en la cesta. En ese momento entendí que se estaba riendo de mí y la convertí en el primer sospechoso del robo. Le volví a insistir; fue necesario hacerlo varias veces hasta que apareció un encargado de seguridad. Le expliqué lo sucedido y para mi asombro me hizo la misma pregunta que la mujer: si yo había dejado de verdad mi mochila en esa cesta. Antes de que pudiera explotar de indignación recibió una llamada en su walkie. Alguien había encontrado una mochila en uno de los servicios del interior del Palacio. Mis amigos se quedaron fuera y yo entré con el encargado de seguridad. Era mi mochila y de su interior faltaba mi flamante segundo walkman que mi padre me había regalado pocas semanas antes en sustitución del que me habían robado la primera vez. Entonces le dije al tipo de seguridad que quería una hoja de reclamaciones porque entendía que había habido negligencia, a lo que él respondió que esas hojas no servían para nada pero que si quería una me la daba. Antes de marcharme no pudo evitar decirme que hiciera memoria porque lo más probable es que hubiera sido yo mismo quien hubiera olvidado mi mochila en el baño y otro visitante se hubiera llevado el walkman. Le miré con odio y le contesté que eso era imposible porque en el acceso de entrada al Monasterio ellos mismos se encargaban de echar para atrás a todo aquel que llevara mochilas o bolsos conminándole a pasar por consigna. Pero tenía razón en una cosa: que las hojas de reclamaciones no sirven para nada.

Independientemente de si ese walkman se encontraba o no bajo alguna profecía cósmica según la cual estaba condenado a serme extraído por los siglos de los siglos, esas dos experiencias y las innumerables veces que he sido objeto de intentos de extracción de cartera por parte de ladrones de poca monta que pueblan las líneas de metro de Madrid, España es un lugar en el que me siento más bien seguro. Lo que no quita que yo siempre advierta a mis amigos extranjeros de que tengan cuidado al pasear y que nunca, NUNCA dejen sus cosas sin vigilancia, porque como dice el refrán: «hombre prevenido vale por dos».

Gastronomía

La cocina española es variada y muy sana. Sólo tengo que recordar mi infancia y adolescencia y en seguida me viene a la mente mi madre cocinando dos o tres veces a la semana pescado (gallos a la plancha con patatas tontas, merluza en salsa), carne otras tantas veces (filetes de pollo empanados, cinta adobada con puré de patata), la ensalada y el pan siempre en la mesa, platos variados de legumbres y verduras otro tanto de lo mismo (lentejas, judías pintas o blancas, guisantes con jamón, espinacas con bechamel) y siempre fruta para el postre, que era sagrado y de obligado cumplimiento. Una variedad culinaria semejante no he encontrado en los países en los que he vivido todo este tiempo. No con esto quiero decir que se coma peor o mejor en España, sino que se come de todo.

Asimismo, durante estos años he notado a este respecto algo negativo en España y es que la calidad de los productos frescos se ha ido reduciendo de forma considerable. Desde hace años los tomates, aunque tengan una pinta estupenda, un color rojo fantástico y una tersura asombrosa no saben a nada de nada. Lo mismo ocurre con las zanahorias o las cebollas o los pimientos. La fruta y la verdura se ha industrializado y pondría la mano en el fuego que su cultivo no debe ser muy natural, ergo tampoco muy sano.

Para este tipo de cosas basta con comparar y yo he tenido la ocasión de hacerlo cuando viví en Colombia, donde la industrialización de ciertos sectores de la economía, como el de la agricultura, aún no se han desarrollado hasta niveles de países de primer mundo. ¿Cuál es la consecuencia? Pues frutas y verduras naturales, sin procesos mecanizados y con un sabor real, carnes que al cocinar no se ahogan en agua, pescados tiernos y jugosos, etc. La primera vez que compré tomates y zanahorias en un supermercado de barrio en Bogotá me quedé sin habla por el sabor tan rico que tenían. Y eso que la fruta de verdad es la que se vende en los mercados de los pueblos, adonde llega desde el campo sin ningún tipo de procesamiento adicional ni intermediarios. En España, no hace muchos años las zanahorias y los tomates sabían a zanahoria y tomate. Y ahora eso ha dejado de existir.

Por otro lado está el uso del aceite y las frituras. Recuerdo que durante una época en la que viví casi dos años ininterrumpidos en España para terminar la carrera solía verme con varios amigos italianos y un día me reprocharon que los españoles freíamos mucho. Una cuestión análoga a la de aquel amigo mío alemán que afirmaba que hablábamos muy rápido. Al principio mi reacción fue de negar la mayor. Me parecía imposible que en España nos pasáramos el día friendo, pero después fui a Italia por un año y comprendí por qué lo decían. Allí viví en un piso compartido con cuatro estudiante italianos y adoptamos la costumbre de hacer la compra conjunta y cocinar entre todos. Cuando les propuse comprar barritas de pescado congelado (porque de otro modo de comer pescado nada de nada) todos accedieron, pero cuando les propuse que al menos una vez por semana comiéramos dichas barritas todos se negaron. Y es que en Italia apenas se fríe. Y cuando se decide freír algo se suele utilizar mantequilla, como hacen en Alemania. De aceite de oliva nada. Así que cada semana, a pesar de su disconformidad, yo me dedicaba a freír unas barritas de merluza para consumo propio. Ellos siempre se me acercaban con las aletas de la nariz comprimidas y me decían: Mannaggia, un’altra frittata!

Colophon – Naves en llamas más allá de Orión

Al final, mi relación personal de amor-odio con respecto a mi país, España, no deja de ser similar a la de los países en los que he vivido todos estos años de andanzas. Por un lado está la sensación de estar en un entorno familiar, en el hogar, donde todo lo que ocurre me es conocido y no me supone esfuerzo alguno comprender (aunque no siempre aceptar); por otro lado, la amplitud de horizontes derivada de mis experiencias en el extranjero que me han dado la perspectiva necesaria para establecer qué cosas se podrían mejorar en España. Pero este fenómeno es como juego doble, similar a un vivir en tierra de nadie. Y es también algo angustioso porque al final de los años uno no sabe muy bien donde pertenece ni por qué no puede disfrutar en un mismo sitio de lo bueno de todos aquellos lugares, ahora patrias también, en los que ha vivido, pues sólo aquel que ha viajado sabe que la perspectiva de viajero, ese privilegio de haber vivido experiencias que habitan en uno pero que en los que no han viajado son realidades inexistentes, es como esas «naves en llamas más allá de Orión» que Rick Deckard jamás logrará ni siquiera imaginar.

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3 respuestas a Cuando soy extranjero en mi propio país: opinión personal de un español que ha regresado a España

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  2. David Ortíz dijo:

    Me gusta mucho el ser de los españoles autenticos, alégres, sencillos, y solidarios, me gusta el sentido de pertencia a su patria, su región y su pueblo o ciudad natal. Me gustó mucho su artículo, cómo describes a tu hermoso país, con sus virtudes y sus no tan virtudes. Siento amor por España, la real. la de antaño, la que ahora por modernismos se está perdiendo de a poco. Es responsabilidad de los españoles de bien mantener vivo ese espíritu jovial y bienaventurado, que tanta falta le hace al mundo, me encanta su música, sus pueblos, su gente alegre. se respira dinamismo y vitalidad.

    Pero me preocupa a ratos que se dejen llevar por discusiones innecesarias y peleas que no vienen al caso. En vez de gastar energías en pelear, gastar energías en construir, en ser amables con los demás. en ayudarse unos a otros, mire que ustedes son ejemplo para el mundo, y de ustedes se pueden copiar tanto cosas buenas como no tan buenas, espero que de ahora en adelante, sean más las buenas cosas que se multipliquen por doquier, y así ayudar a un mundo mejor.
    Un afectuoso saludo desde Colombia, yo vivo en la ciudad de Bucaramanga, y si algun día vuelve a Colombia no olvide visitar Santander, tierra de historia, cultura e indiosincracia similar pero no igual, al del español promedio. Pues en estas tierras tenemos mucho más en común con España de lo que te imaginas.
    Con afecto David. Mi correo electrónico es djseph89@hotmail.com

    • Daniel dijo:

      Estimado David. En mi opinión, ha dado en el clavo con su comentario cuando dice que los españoles nos dejamos llevar por discusiones innecesarias y peleas. Creo que este tema daría para no una, sino varias tesis doctorales, al igual que la cuestión del odio recíproco que existe entre las dos españas (la orientada políticamente hacia la izquierda y la orientada políticamente a la derecha), prácticamente irreconciliables desde hace más de doscientos años.

      En cuanto Colombia, muy probablemente visite de nuevo su país, donde tengo pendiente por visitar muchos lugares estupendos. ¡Gracias por su comentario!

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